Las modificaciones acontecidas en los roles tradicionales de hombres y mujeres, sumado a otros cambios culturales importantes,
han generado una mayor diversidad de tipos y formas familiares. A pesar de sus transformaciones, la familia sigue siendo
un espacio fundamental y primario de socialización de las personas. Independiente del modelo familiar de que se trate, la
evidencia confirma que una presencia activa de los padres hombres impacta positivamente en el desarrollo psicosocial de sus hijas e hijos (Allen y Daly, 2007; Sarkadi et al, 2008).
Algunos principios que se han incorporado con fuerza a la estructura familiar moderna, asumiendo la diversidad de sus
formas, son la democratización y la corresponsabilidad en su funcionamiento. Tanto el ejercicio de la autoridad como la
distribución de las tareas domésticas, de cuidado y crianza de los hijos e hijas, son campo de conversación, negociación y de
compartir responsabilidades.
Además de los beneficios que para el desarrollo integral de los niños y las niñas genera la presencia activa y corresponsable
de ambos padres –cuando los hay-, una familia con roles igualitarios, acuerdos y responsabilidades compartidas entre las/los
cuidadores aporta también soporte psicológico, emocional y afectivo importante y vital para el crecimiento y desarrollo de
todos sus integrantes. Este cambio implica un salto cultural tremendamente positivo para la vida familiar y comunitaria.
Además de los beneficios que para el desarrollo integral de los niños y las niñas genera la presencia activa y corresponsable
de ambos padres –cuando los hay-, una familia con roles igualitarios, acuerdos y responsabilidades compartidas entre las/los
cuidadores aporta también soporte psicológico, emocional y afectivo importante y vital para el crecimiento y desarrollo de
todos sus integrantes. Este cambio implica un salto cultural tremendamente positivo para la vida familiar y comunitaria.
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